09 diciembre, 2012

Portuguesa asomada a la ventana


Durante años, aquel fotógrafo desencantado con la vida, había recorrido incansablemente el mundo tratando de captar en su objetivo momentos únicos, escenas que resumiesen historias, instantes congelados capaces de transmitir sentimientos. Pero aquella búsqueda exterior también era profundamente interior, porque no existe la imagen neutra y cada fotografía debía pasar antes por el filtro del alma del artista. Así, con objeto de poder entender la realidad que quería atrapar, el fotógrafo se identifico con cada uno de los lugares que visitó, y aquello le consumió lentamente. El idealista de la juventud dejó paso a un pragmático y escéptico gruñón, que recelaba de la condición humana y despreciaba el mundo que le rodeaba. La nausea le angustiaba y ansiaba lugares tranquilos, solitarios, llenos de naturaleza, con horizontes amplios y soles incombustibles. El deseo de calmar los recuerdos que anegaban su espíritu, las llamas de la frustración, le llevaron a una pequeña aldea al lado del mar. Nada había ya en este mundo que le interesase y se disponía a contemplar cómo se consumía su vida sentado en la terraza de un viejo bar. Sin embargo, cada día un pequeño detalle enturbiaba su propósito, eran apenas chispazos, pequeñas impresiones no buscadas ni deseadas. La vida continuaba negándose a cumplir sus expectativas, en este caso aquellas forjadas tras décadas de decepciones. Esas grietas desconcertantes podían nacer del placer de contemplar unas gaviotas divirtiéndose con el viento, de la estampa de un grupo de pescadores recogiendo las redes de su viejo barco al final de la tarde, o de la imagen de la belleza cotidiana de una mujer que, recién levantada y descuidada, se afanaba por tender la ropa contra el sol, dejando entrever la hermosura de su perfil.