07 febrero, 2010

EL VIRREY EN LA INDIA, parte 2.

Después de conocer Ajmer nos dirigimos hacia Udaipur, en teoría aquel tenía que ser un día de transición para hacer el desplazamiento pero, como suele suceder en estos casos, aquella jornada resultó una de las mejores del viaje. Todo el tiempo que estuvimos en la India estuvo marcado por la esclavitud impuesta por la adicción al tabaco de mis compañeros de viaje, sin embargo, en aquella ocasión, la obligación de interrumpir el camino en medio de la nada para que los adictos fumasen me permitió vivir una experiencia genial. Al lado de la carretera, en algún lugar perdido de la India, vi a un montón de hombres reunidos en un modesto templo hindú. Por lo que pude averiguar después, como sucedía cada domingo, allí se habían reunido la comunidad de campesinos de la zona para hablar de sus asuntos, resolver sus problemas y organizar sus actividades. Al verme asomar desde la puerta, los campesinos interrumpieron su reunión y me animaron efusivamente a que les visitara, uno se constituyó en mi guía y, por sus gestos, en mi amigo. Me agarró férreamente de la mano (símbolo de amistad entre los hindúes), me condujo de un lado a otro presentándome al resto de miembros de la comunidad que se acercaban a observarme de cerca y me enseñó el templo. En un momento dado, mi “amigo” llamó a un viejecillo que custodiaba la llave de la puerta tras la que se ocultaba el humilde ídolo al que dedicaban sus rezos y me concedieron el privilegio de poder observarlo de cerca (todo sin soltarme en ningún momento la mano). Me enseñaron a adorar a aquella figura y me pidieron que tocara una pequeña campana que tenían enfrente del santa sanctórum. Aunque no entendía nada de lo que me decían, en todo momento me transmitieron la sensación de que estaban encantados de tenerme allí y yo lo pasé genial. Fue una experiencia única.
El final de aquel día fue cortesía de nuestro chofer, nos llevó a unos templos hindúes impresionantes con los que no contábamos. Estábamos tan eufóricos que hasta nos echamos una carrera Yonko y yo. Para mi sorpresa aquella bola de grasa resultó ser bastante rápida.
En Udaipur visitamos uno de los palacios del maharajá de la zona y comprobamos lo obscenamente ricos que viven esos cabrones mientras muchos de sus compatriotas se encuentran en la indigencia. La ciudad es muy bonita, especialmente los palacios convertidos en hoteles que hay en las islas de su enorme lago. Para nosotros lo mejor fue el paseo por sus estrechas y serpenteantes callejuelas llenas de puestos y mercados, un festival de colores (entre tanta mierda y contaminación destacan los tonos vivos y alegres de las ropas de las mujeres) y de olores (no siempre recomendables) entre los que nos perdimos por horas. Por desgracia, acabas estresado por compartir las calles con el tráfico de motos y rickshaws. Una cosa que nos llamó mucho la atención de la gente que conduce en este país es que, por muchas pirulas que se hagan unos a otros (siempre rozando el golpe), nunca se cagan en la madre del otro y se lo toman con la mayor tranquilidad del mundo (nada que ver con los taxistas madrileños).
La siguiente escala fue en Jaipur. El centro histórico era muy original, por orden de su maharajá sus fachadas habían sido pintadas enteramente de rosa (el color de la hospitalidad para los hindúes) para recibir a un príncipe inglés. Entre los edificios del centro destaca el palacio de los vientos, con su fachada llena de ventanas por las que se asomaban las concubinas del maharajá (aquí y en la india siempre ha estado bien ser rey). A mi lo que más me gustó del lugar fueron sus fortalezas en las montañas a las que la mayoría de turistas subían en el elefante. Nosotros no lo hicimos, un poco porque los dueños de los animales los maltratan cruelmente (casi todos están medio ciegos) y otro poco por ratas, necesitábamos todo nuestro dinero para nuestras compras compulsivas y nuestras apuestas nocturnas en partidas de parchís. En la India las compras son una especie de deporte, un juego que le gustaba especialmente al Yonko (en mi opinión porque el regateo tiene mucho parecido con el póquer y con la lucha psicológica). No obstante, mi consejo es que antes de meterse en la guerra con los vendedores uno acepte su inferioridad y aunque presente batalla, acepte que al final, lo sepa o no, siempre va a salir derrotado.
Poco a poco se acercaba nuestro momento más esperado, el encuentro con el Taj Mahal. Antes de llegar, otro lugar con un encanto especial, una ciudad cuyo nombre no recuerdo y que fue construida como capital por un emperador mongol (¡que más os da el nombre!) y abandonada a los pocos años por la falta de agua. Aquí mi estómago acabó cediendo y tuve que salir corriendo al baño. La comida india a mi me gustó mucho, es picante y condimentada como la mexicana pero acabamos hasta los huevos de comer pollo, y no precisamente porque no existiera alternativa, en todos los restaurantes había un menú vegetariano, pero ya sabéis la opinión de los tres viajeros a ese respecto: eso de comer hierba es de maricas jajaja. La anécdota gastronómica la protagonizamos en la habitación del hotel de Mandawa donde, en medio del desierto, sacamos unas latas y un paquete de jamón para hacer una cena made in Spain.
Y así llegamos a Agra (Viagra en mi primario sistema memorístico). El Taj Mahal es impresionante, no decepciona en absoluto como otros grandes monumentos del mundo, es una obra de arte en toda regla, un regalo para la vista. A mi me hacían gracia los panfletos que cuentan la historia del edificio como la mayor obra realizada por amor ¡hombre, si la hubiera construido el emperador mongol con sus propias manos pues aun, pero no tiene tanto mérito mandar a un montón de súbditos y esclavos que lo hagan por ti!
Por desgracia el viaje se nos estropeó un poco al final, teníamos que ir en tren hasta Venarés, la ciudad sagrada en las orillas del Ganges, y desde allí volver también en tren hasta Delhi para coger el avión a España. Sin embargo, las condiciones atmosféricas nos estropearon los planes, una niebla espesísima estaba obligando a cancelar muchos de los trenes y nos arriesgábamos a quedarnos colgados en Venarés y perder el vuelo. Así que con toda la pena de mi corazón tuvimos que regresar a Delhi antes de tiempo. El viaje en coche de vuelta fue una epopeya demasiado peligrosa, anocheció pronto y la niebla era tan espesa que no se veía a más de dos metros por delante, los coches iban como máximo a 50 y cada poco se atravesaba un peatón o te encontrabas un tractor sin luces. Fuimos las 5 horas de viaje con los huevos de corbata y cuando llegamos a Delhi nos esperaba un hotel que era más bien un safari. De Delhi lo mejor fue la peli de Bolibud que vimos en el cine por cortesía de los últimos euros de Caste, no nos quedaba ni un duro a ninguno después de patearnos el mercado tibetano de arriba abajo dos veces. La película que vimos, Veer, fue todo una experiencia, en primer lugar nos intentaron timar con el precio de las entradas ya que allí el precio es como en el teatro, depende del asiento, el argumento era de coña, una especie de panfleto nacionalista amoroso protagonizado por un Conan versión hindú, y por si eso fuera poco, todo aderezado con trozos de musical. La gente en el cine vive la película, cada poco aplauden, abuchean o dan ánimos al protagonista. Todo un espectáculo.
En fin, que a grandes rasgos este fue mi viaje por la India, me he dejado muchas cosas, visitamos muchos monumentos que no he citado y nos pasaron muchas anécdotas que no cabían. Pero bueno, así me quedo con material para contar con una cervecilla en la mano.

El Virrey con sus amigos hindúes, fijaros en el detalle de las manos.

En los templos



Los muros rosas de Jaipur y un taxista de la zona

En Jaipur


En la mezquita de la capital mongola

El Virrey en el Taj Mahal

Los tres viajeros en Delhi