Durante años, aquel fotógrafo
desencantado con la vida, había recorrido incansablemente el mundo tratando de captar
en su objetivo momentos únicos, escenas que resumiesen historias, instantes
congelados capaces de transmitir sentimientos. Pero aquella búsqueda exterior también
era profundamente interior, porque no existe la imagen neutra y cada fotografía
debía pasar antes por el filtro del alma del artista. Así, con objeto de poder
entender la realidad que quería atrapar, el fotógrafo se identifico con cada
uno de los lugares que visitó, y aquello le consumió lentamente. El idealista
de la juventud dejó paso a un pragmático y escéptico gruñón, que recelaba de la
condición humana y despreciaba el mundo que le rodeaba. La nausea le angustiaba
y ansiaba lugares tranquilos, solitarios, llenos de naturaleza, con horizontes
amplios y soles incombustibles. El deseo de calmar los recuerdos que anegaban
su espíritu, las llamas de la frustración, le llevaron a una pequeña aldea al
lado del mar. Nada había ya en este mundo que le interesase y se disponía a
contemplar cómo se consumía su vida sentado en la terraza de un viejo bar. Sin
embargo, cada día un pequeño detalle enturbiaba su propósito, eran apenas
chispazos, pequeñas impresiones no buscadas ni deseadas. La vida continuaba negándose
a cumplir sus expectativas, en este caso aquellas forjadas tras décadas de decepciones.
Esas grietas desconcertantes podían nacer del placer de contemplar unas gaviotas
divirtiéndose con el viento, de la estampa de un grupo de pescadores recogiendo
las redes de su viejo barco al final de la tarde, o de la imagen de la belleza cotidiana
de una mujer que, recién levantada y descuidada, se afanaba por tender la ropa
contra el sol, dejando entrever la hermosura de su perfil.
09 diciembre, 2012
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