Sentada sobre el frío suelo de piedra, con sus pies descalzos, su pelo canoso recogido en una sencilla coleta, su blusa blanca adornada con flores y su falda estampada larga, la alegría de los colores de su ropa contrasta con un rostro cansado, de piel tostada por el sol y plagado de arrugas. Voy caminando y la contemplo, una anciana indígena que vende muñecas de trapo, en un primer momento paso de largo indiferente pero cuando llevo unos pocos metros recapacito, aun tengo su triste imagen en mi retina y decido dar la vuelta. En aquel momento no me interesa especialmente su mercancía, sólo quiero comprar algo para ayudarla y, si es posible, cruzar unas palabras con ella, me siento mal y pienso que aquello podría ser mi pequeña forma de sacarla del anonimato en el que le había hundido mi indiferencia inicial. Le pregunto que si las muñecas las ha hecho ella a mano y me responde que sí mientras me enseña una bolsa con hilos, cintas y unas tijeras que tiene a su lado. Continúo interesándome por ella, por si lleva mucho tiempo allí sentada, si ha vendido mucho o sobre qué va a hacer si empieza a llover, ella habla un español muy malo, es evidente que su lengua materna es alguna indígena. Poco a poco voy ganándome cierta confianza, le compro dos muñecas (no soy capaz de regatearle el precio como se suele hacer en México) y ella comienza a contarme que cada vez le cuesta más hacerlas, que está perdiendo vista y que sus manos están viejas, a mi se me estremece el corazón al ver sus dedos doblados por el reuma. La anciana me dice que no sabe que va a hacer cuando ya no pueda hacerlas, que ahora le compra algunas a su vecina para compensar las que no es capaz de terminar y que entonces saca menos dinero. Yo la miro emocionado, me siento fatal, como una mierda, tengo mala conciencia por vivir tan bien e ignorando las dificultades de millones de personas con nombre y apellidos como aquella que tengo delante. Quiero invitarla a comer y que me siga contando cosas sobre sus hijas y nietas de Querétaro pero no me atrevo a proponérselo.
En la cafetería, trato de leer el periódico pero no puedo pensar en otra cosa, mi cabeza empieza a dar vueltas en torno a la conversación que acabo de tener, me vienen las ideas como flechas que se clavan en el alma. Me imagino a aquella mujer cuando no pueda trabajar y no la quede una pensión ¿de qué vivirá? Pienso en la pobreza, esa que los amantes del liberalismo dicen que es el castigo de los vagos, mientras recuerdo sus manos destrozadas por el trabajo. Me indigno al comprobar lo injusto que es el mundo, un mundo que no le concederá una vejez digna a miles de mujeres como aquella, un mundo que condenará a sus nietos sin escolarizar a repetir la vida de sus antepasados generación tras generación, un mundo que pregona los beneficios del individualismo, de la iniciativa privada y del esfuerzo como si todos partiéramos del mismo punto y compitiésemos en igualdad de condiciones.
Sigo atormentado con aquella imagen. En el antiguo régimen los ricos tenían la responsabilidad cristiana de ocuparse de los pobres, daban limosnas y financiaban instituciones de caridad para evitar la condena de sus almas, hoy los pobres se han vuelto invisibles y los amantes del capitalismo proclaman la resignación. Vivimos sumidos en una sociedad narcotizada, insensible ante el sufrimiento de los demás.
Al llegar a casa, el amigo mexicano con el que comparto piso me pide que no me deje impresionar tanto por aquella mujer porque, según dice, en México hay muchas más como ella y si dejo que me afecte no voy a poder salir a la calle. Esa es la respuesta de la mayoría, el mundo es una mierda y no se puede cambiar, acéptalo y vive con ello. Pues bien, yo no me resigno, creo en que es posible un mundo más justo, en el que no existan tantas desigualdades, en el que se reparta la riqueza, en el que los beneficios sociales como la sanidad o la educación puedan llegar a todos los habitantes de un país. Pero ¿qué se puede hacer? las ideologías de izquierdas y la justicia social no están de moda y los cínicos rebosan confianza en si mismos, miran con desprecio a los que se atreven a darles “clases de moralidad” y todos repiten las mismas palabras: todo eso que decís los progres es muy bonito pero ¿qué haces tú para cambiar las cosas?
Yo tengo preguntas pero no tengo respuestas, seguro que podría hacer más, ni siquiera se si soy coherente con lo que pienso, pero por lo menos denuncio lo que veo y reclamo a la gente que toma las decisiones que no se olvide de los que no tienen voz, estoy en contra de las ONGs porque sólo sirven para hacer el trabajo sucio que deberían hacer los estados, no considero el beneficio particular de mi país sino el de la humanidad en su conjunto, sin pedirle el documento nacional de identidad a las personas, no voto a partidos que hagan políticas liberales ni apoyo leyes de inmigración racistas y, lo más importante para mi, miro a los ojos a la pobreza.
¿Soy un populista? Puede que sí pero prefiero ser un populista con mala conciencia e inconformista a un neoliberal acomodado y autocomplaciente. La mala conciencia puede ser un motor de cambio:
¡OTRO MUNDO ES POSIBLE!
